martes, 28 de enero de 2014

El triunfo del cigarro urbano

La migración del campo a la ciudad,  ese fenómeno que hoy reconocemos como irreversible, comenzó a mediados del siglo XIX en  base a diversas causas de tipo social  y  económico. Fundamentalmente fueron dos  motivos -complementarios entre sí-  los que impulsaron dicha tendencia: la paulatina tecnificación agrícola,   que requería cada vez menos mano de obra en los medios rurales, y la revolución  industrial, que demandaba cada vez más trabajo en los ámbitos urbanos.  En la Argentina, estos hechos tuvieron  importantes implicancias  en la manera de vivir de las personas con el consecuente cambio en los hábitos de consumo. La vida era distinta, los tiempos eran otros y muchas costumbres que se remontaban a la época colonial cayeron rápidamente en desuso para ser reemplazadas por aquellas más adecuadas al frenesí de la modernidad. Mientras todo ello ocurría, los productos del comer, del beber y del fumar  experimentaban su  propia revolución. Entre estos últimos, hubo un cigarro que pasó de ser un producto exótico de minorías a  un  artículo  masivo  consumido  por  millones. Hablamos, desde luego, del cigarro toscano, y la cuestión que nos proponemos analizar en esta entrada es la siguiente: ¿tuvieron que ver los sucesos económicos y sociales de la época en ese éxito? Como  veremos,  hay muchas  razones  para  responder  el interrogante de manera rotundamente afirmativa.


Desde los comienzos de la mecanización en la industria manufacturera del cigarrillo de papel, a mediados de la década de 1860, ese artículo iba ganando terreno paulatinamente en las preferencias de los consumidores. A fines del decenio siguiente, cuando las maquinarias abocadas a su confección se perfeccionaron definitivamente y automatizaron el proceso casi en su totalidad (1),  se hizo claro que   el pequeño  cilindro  de  tabaco   iba  a  terminar gradualmente con el  predominio del cigarro puro. En  las principales ciudades de nuestro país y en el campo se consumían profusamente cigarros de hoja de los más diversos orígenes desde los tiempos de la colonia.  Además del legítimo habano de Cuba, era habitual fumar puros nacionales, paraguayos, brasileros, suizos y de otras procedencias europeas. Pero la proliferación del cigarrillo barato producido por  millones fue mermando esa supremacía de modo gradual, que se volvió cada vez más veloz durante las últimas décadas del siglo XIX. No obstante, los cigarros tenían todavía  una amplia porción del mercado en la década de 1890, con una activa participación de los llamados “italianos”, es decir, el Cavour, el Brissago y el toscano. Con todo y así las cosas, esa realidad se modificó contundentemente apenas veinte años después:   para  los  tiempos  del centenario, el toscano había pasado a ser el único cigarro de hoja de alto consumo, mientras el resto de sus congéneres vegetaba entre la desaparición y la vida latente. La pregunta concreta, entonces, es la siguiente: ¿por qué el toscano logró sobrevivir a todos los demás puros en semejante debacle? ¿Qué tenía él que no tuvieran otros?


En su trabajo Aroma d’Italia. Emigrazione italiana e Monopolio dei tabacchi fino alla Grande Guerra,  el profesor  Luca  Garbini  expone algunas explicaciones bastante acertadas al respecto. Las modas, la emancipación femenina (que veía el consumo del tabaco como un logro), la agitación propia de la vida moderna y otros motivos del mismo tenor hacían que la gente ya no tuviera tiempo para la ceremonia del puro vistoso y abultado, que demandaba al menos entre cuarenta y sesenta minutos de tranquilidad  en una  simple  fumada  regular. Desde  luego,  los  cigarrillos  fueron  los  principales beneficiados frente a esos cambios finiseculares típicos del 1900.  Pero  el  toscano también resultó favorecido por las circunstancias reinantes, ya que se trataba de un cigarro de porte pequeño  (sobre todo en su modalidad más común,  la  del  “medio toscano”), fácil de transportar, económico, con escasos requerimientos de conservación y practicable en cualquier momento del día. Si tuviéramos que resumir tales cualidades en tres puntos básicos, nos quedamos con los siguientes:

1- Formato: el toscano, como dijimos, se presentaba pequeño, de constitución sólida y compacta. Eso lo hacía muy práctico para portarlo en el bolsillo sin riesgo de quebraduras,  o  incluso  en  la  boca, apagado.   El hecho  de  ser   seco  también representaba una enorme ventaja, puesto que no sufría la falta de humedad  y otros padecimientos propios de los delicados cigarros frescos.
2- Potencia: el sabor intenso del toscano ofrecía un alto grado de satisfacción y saciedad al paladar de los fumadores, que compensaba con creces su porte pequeño.  Esto era así en su formulación original importada de Italia (con vehemente tabaco Kentucky curado a fuego de leña) y también en las imitaciones argentinas, que por ese entonces se elaboraban con  rústicos tabacos de Tucumán y Corrientes para el relleno y Virginia para la capa, con un posterior secado en estufas especiales según la modalidad tradicional (2).
3- Precio: mientras que un puro de formato habanero llegaba a costar hasta $ 1,70 a finales del siglo XIX, nuestro héroe  podía conseguirse a valores oscilantes entre $ 0,05 y 0,10 para una pieza entera, que incluso se cortaba al medio y permitía dos fumadas independientes completas.   Eso volcó a miles de aficionados hacia el consumo de toscanos por una cuestión meramente económica, sumada a las bondades descriptas anteriormente.


Con tantos puntos a favor, el siglo XX encontró al cigarro de nuestro interés en un momento de expansión que contrastaba fuertemente con  la realidad de los demás productos del mismo género, relegados a una decadencia lenta pero sostenida.   El toscano había dejado de ser ese artículo raro de minorías, visible sólo en los conventillos italianos, para afianzarse como un producto masivo que alcanzaba a personas de todas las edades y orígenes. Se iniciaba así una época de esplendor que llegaría a perdurar cincuenta años y lo consagraría como el más popular de todos los cigarros que pisaron este país.

Notas:

(1) La mecanización del cigarrillo comenzó con el advenimiento de las máquinas a vapor, al igual que muchas otras industrias. Al principio fueron sólo picadoras de tabaco y prensas, pero pronto se extendió a toda la cadena, desde  la confección de cada unidad  hasta  su empaquetado. Eso abarató los costos de un modo que resulta revelador en la perspectiva cronológica secular: hacia el año 1800, un cigarrillo costaba la mitad que un cigarro de hoja promedio,   pero en 1900 esa diferencia se había disparado a la cuadragésima parte, o sea que el cigarrillo valía cuarenta veces menos que un puro de calidad estándar.
(2) No obstante la familiaridad entre ambos procedimientos, hubo siempre una diferencia sustancial: en Italia, lo que se secaba y ahumaba a fuego eran las hojas de tabaco (aún hoy se hace así), mucho antes del armado; en la Argentina, se secaban los toscanos terminados.